Fic: Pas Vu, Pas Pris (AU París, 1968 - 8/?) Título: Pas Vu, Pas Pris AU: París Año: 1968
Ocelot no volvió ese día.
Hal se la pasó con el alma en un hilo, pendiente de la radio. A mediodía se había largado a llover y su mente insistía en regresar a la idea del soldado mojado y huyendo de una millonada de enemigos invisibles. Para todo lo que sabía, bien podría tratarse de la mismísima KGB.
Puestos a pensar, no sabía si la manera en que Ocelot se exponía era parte de un plan maestro, o la hubris más horrorosa. Podría incluso tratarse de una mezcla coctelera de ambas cosas. Iba por la vida con el uniforme militar que había deshonrado puesto, ganándose las monedas malabareando sus revólveres en las esquinas. No le calzaba con el comportamiento de alguien que debiera haberse estado escondiendo. Pero algo en Hal creía en Ocelot, se bebía con ansias del personaje que este había creado ante sus ojos.
Las noticias en la radio no se detenían. Desórdenes, manifestaciones. El París que había amado estaba convertido en un nido de avispas zarandeado por el peor de los vendavales. pero más allá de que le preocupara la suerte de Ocelot allá afuera... el clima político sólo hacía aumentar su amor hacia aquél país que lo había adoptado de tan cálida forma. Hal siempre se había considerado a sí mismo un apático y sólo ahora venía a descubrir que en realidad era simplemente un reprimido.
Había sido demasiado joven para involucrarse en los asuntos de la Segunda Guerra Mundial, aunque sí que había sentido hasta los meros huesos un horror, profundo, asqueado, hacia el nacimiento de la bomba atómica; que iba por completo contra el ambiente de euforia generalizada hacia ello que reinaba en los Estados Unidos. Años más tarde, siendo un universitario, todavía le enfermaba en lo más hondo la manera en que muchos de sus compañeros estudiaban física con el sueño de unirse al programa nuclear.
Pero siempre había sido demasiado cobarde para manifestar su opinión de manera pública. Y mientras más se convencía de aquellos esbozos de ideales, peor se iba precipitando el mundo en la Guerra Fría. Su voz, año tras año, hubiese ido siendo menos bienvenida. La acalló entonces, se guardó sus opiniones, se hundió en la docencia y si un átomo y otro chocaban, bien, enseñarlo era también parte del plan de estudios.
El Maccarthismo pasó a su alrededor sin tocarlo. Pero si hubiesen sabido qué pasaba por su cabeza, lo más suave que podría haberle sucedido hubiese sido perder su cátedra.
Estaba a años luz de ser un comunista, aunque quizá fuese que simplemente careciera de la pasión necesaria para ello. Pero saber que Ocelot era soviético no le había causado ningún temor. Y las consignas de sus estudiantes sí lograban despertar algo en él, sacudir una parte suya que había dejado pasar una vida sin alimentar.
La policía continuaba el asedio a la Sorbonne. Sin poder dar clases, Hal sentía que a su vida le faltaba algo esencial. Pero sus pensamientos estaban con sus estudiantes de todas formas, su mente volvía una y otra vez a los días que había pasado en la toma. Había hecho algo bueno con Ocelot, esa tarde en que abrieron las puertas. Él ya no estaba para trotes como aquellos, claro. Pero puede que incluso envidiara un poco la energía, la sensación de estar viviendo una aventura de los alumnos de la universidad tomada. Hal no envidiaba la revolución, pues no era su temperamento participar de algo como aquello. En el fondo, ejercer personalmente de la violencia iba a disgustarle por siempre y ese era un hecho inamovible. Pero ese quiebre radical con la rutina, tal vez...
Oh, le había confortado antes, la rutina. Se había hundido en su soledad y sus libros, incluso pocas semanas atrás, y podía pasarse tiempos sin tiempo antes de emerger nuevamente. Pero algo había cambiado. Sentía algo similar a una comezón que no lograra rascarse. Necesitaba algo distinto.
Sus alumnos hacían algo distinto.
Ocelot representaba algo distinto.
Y así tan fácil, en medio del informe radial de mediodía, de las tres, de las cinco, volvía a pensar en Ocelot y apretaba en su bolsillo los cálidos guantes de cuero que este le dejara en prenda. La casera de la pensión le dio de comer, lo acompañó a meditar mientras resolvía los crucigramas del Le Monde, y lo dejó en paz sólo cuando le quitó el aparato para escuchar el radioteatro de las nueve. Hal regresó a su habitación entonces, y sin nada mejor que hacer, se echó a dormir. Fue cosa sorprendente que lograra conciliar el sueño rápido, sin pesadillas.
Los días veintiocho y veintinueve fueron una angustiosa repetición del veintisiete en medio de un aguacero que no paraba y una escalada de desórdenes en las calles, en las fábricas, en las escuelas. ¿Dónde estaba Ocelot? Esperaba que no en medio de una revuelta. Esperaba que, por ejemplo, estuviese lejos de la Sorbonne o de la Universidad de Nanterre, donde la batalla entre estudiantes y policías no hacía sino aumentar hora con hora.
El mediodía del treinta lo descubrió con la cabeza entre las manos, semirrecostado sobre la mesa de la cocina y con la radio de la casera aún encendida. La mujer lo sacudió con escasa, matronil amabilidad y le entregó un sobre certificado.
Desacostumbrado a recibir correo alguno, Hal revisó el sobre, pálido al ver sus datos completos en la cara anterior, y aún más pálido al ver un remitente completamente desconocido en el anverso. Un tal Monsieur Jacques Molay le escribía desde una dirección completamente anónima fijada en Le Marais. Abrió la carta, descubriendo en su interior sólo una esquela blanca, garrapateada velozmente en tinta azul Bic.
"Fontaine de Leda. Misma hora, menos dos. - O."
Y Hal no supo, no podría haber dado una explicación racional de por qué hizo lo que hizo, pero llevaba desde el veintisiete por la mañana con aquellos guantes rojos en su bolsillo. Preguntó a la casera.
- Madame, ¿sabe usted dónde queda la Fontaine de Leda?
- ¿Sabes de la Fontaine de Leda? - se sorprendió ella - no es un sitio turístico muy conocido. La mayoría de la gente se lo encuentra casi por casualidad, yendo a la Fontaine Médici.
- ¿Y eso queda en...?
- Los jardines del Luxembourg, joven.
Misma hora, menos dos. ¿Cuando lo encontró en el Conservatoire? Eran las seis cuando lo encontró en el Conservatoire. Al menos el Luxembourg le quedaba a un par de estaciones de metro. No tendría que caminar tanto esta vez, y... Y no tenía idea en lo absoluto si era Ocelot el del mensaje, estaba desvariando, saltando como una marioneta de resorte a la menor de las pistas. Pero necesitaba verlo. La mera idea estaba haciendo que su pobre corazón se agitase como un montón de campanillas de cristal en la tormenta.
Si lo veía, iba totalmente a zamarrearlo.
Si lo veía, iba a besarlo hasta ninguno de los dos pudiese seguir respirando.
Faltaba para la hora convenida, pero tomó un almuerzo casero, lo regó con media copa del vino de la pensión, y subió a alistarse. Necesitaba una ducha, una afeitada, y se odió por la cantidad de tiempo que pasó preguntándose qué diablos se pondría. Era absurdo. No era una muchacha adolescente. Pero sí era cierto que, tanto como quería causar una buena impresión, no podía ser demasiado conspicuo. Si Ocelot se había arriesgado a mandarle el mensaje por correo...
Si Ocelot se había arriesgado...
Las cuatro de la tarde no podían llegar lo suficientemente rápido. Apenas prestó atención al tráfico de la calle, a la gente que se agolpaba en el metro maloliente pese que aún faltaba un buen tanto para el inicio de la hora punta. Recordó de paso sus lecturas sobre los subterráneos de París, y descubrió que ni siquiera eso lograba distraerle. Por lo menos ya no llovía. Compró un ejemplar del Le Monde, pensando exclusivamente en términos de camuflaje urbano.
Quizá era una forma de guerrilla lo que estaba haciendo. Ocelot podía tener detrás a la KGB completa, pero por una vez en su vida, Hal Emmerich no estaba asustado.
Bajó del metro a tropezones con los transeúntes, cruzó calles. Atravesó el Luxembourg sin fijarse siquiera en el magnífico palacio de la entrada, en el que nunca había entrado. Tenía una misión, ¿no era así acaso? Pidió un mapa de los jardines en una caseta de información, pintada toda de verde, y avanzó sintiendo que el aire primaveral le hería los pulmones aún más que su sueño de muerte por agua noches atrás.
Primero: La Fontaine Médici. Le dio la vuelta, se metió por el estrecho caminito donde la fuente develaba aquella segunda fuente detrás de sí. Frente a ella, un banquito de madera y metal pintado también de verde. El cielo estaba completamente encapotado, más era claro aún. Hal llegaba antes de la hora. Se sentó en el banquito y abrió el diario, y esperó.
No se atrevió a mirar a su lado cuando alguien se sentó junto a él. Sentía el corazón alojado en algún lugar bajo las amígdalas, atravesado y latiendo con fuerza. No se giró tampoco cuando el desconocido le tomó la mano.
No giró, porque el aroma a limpio, a hombre, a almizcle que podía sentir... era el mismo que el de los guantes que porfiadamente llevaba en el bolsillo de su abrigo, como un amuleto.
- Ni siquiera voy a ver la hora - murmuró Hal. Escuchó a Ocelot reír despacio.
Con dos movimientos fluídos, extendió el diario para cubrir a ambos de miradas indiscretas y capturó los labios de Ocelot en los suyos. Lo besó con calidez y con hambre, y dios, cómo pudo creer que podría pasarse la vida sin volver a hacer esto. Sin saborear la boca del otro, sin sentir la lengua juguetona de Ocelot sacándole sonidos complacidos de la garganta. No fue él quien rompió el beso.
- Era una pista fácil - susurró Ocelot, capturó su labio inferior entre los dientes.- Pero me alegra ver que la hayas seguido de todos modos.
- Eres terriblemente ridículo, Ocelot - se quejó Hal, y por un momento se permitió olvidar que el otro tenía motivos para estar oculto, que comparados con estar besando a otro hombre palidecían, se acurrucaban en un rincón entre el ático de las cosas poco importantes. Acarició la mejilla suavemente afeitada de Ocelot, y sólo entonces se dio cuenta que estaba vestido de civil. No había nada en sus ropas que lo distinguiera de un ciudadano bienpensante parisién. Ni siquiera tenía aspecto de universitario.
- Te necesito... - comenzó Ocelot, y Hal quiso morirse de alegría, pese a que sabía que tras esas dos palabras iría un condicional. - Porque necesito pasar a recoger un paquete, y será menos obvio si voy con estas ropas y acompañado de alguien más. Este es un lugar muy agradable, pero no podemos quedarnos, Emmerich.
Hal se descubrió asintiendo.
- ¿A dónde vamos?
- Cimetière du Montparnasse. La tumba de Alexander Alekhine. Y tenemos que apurarnos, porque a las cinco y media cierran y no nos quedan más de noventa minutos. Tenía que ser al cierre, ¿me entiendes? Y hoy.
Hal supo que esa era toda la explicación que iba a obtener, y nunca se sintió tan feliz o tan estúpido como al asentir con la cabeza, levantarse del banquito. Lo que estaba haciendo era bajo todo punto de vista una locura y un riesgo, pero quería esto.
- Vamos entonces - dijo a Ocelot, y le ofreció su mano para ayudarle a levantarse.
Ocelot la rechazó. Pero una vez en pié, lo atrajo para un beso rápido, protegidos ambos por el follaje espeso de los jardines en torno a ambos. Hal no había estado en el Cimetière jamás, pero supo que por ese beso hubiera seguido a aquel hombre al patíbulo.
Emprendieron el camino a paso rápido, sin seguir los senderos.