FIc: Mon Cœur Court Après ton Amour (AU París, 1968 - 7/?) Título: Mon Cœur Court Après ton Amour AU: París Año: 1968
La corriente, la presión del agua, le comprimía el cuerpo. Se metía por su nariz y su boca como la lengua de un amante violento. Cómo escocía la sal en sus ojos, pero peor era el ardor de sus pulmones luchando por retener un oxígeno que se iba envenenando de a poco. Quiso patear para subir a la superficie, pero las piernas no le respondían, tenía el cuerpo muerto por completo de la cintura hacia abajo, y sus brazos carecían de la fuerza para liberarlo del torbellino, llevarlo a flote. No había un fondo, no, sólo un abismo hidrogenado y asesino. No podía respirar. No podía subir. El puerto de New York: infinitamente más arriba, el recuerdo de un muelle y un salto y luego la tumba líquida burlándose de su arrepentimiento de última hora, de una voluntad desesperada de vivir que le había llegado demasiado tarde.
El aire se escapaba de su cuerpo de forma inexorable en cada burbuja. Aterrado, manoteó luchando por subir, pero todo lo tiraba hacia abajo, abajo, abajo, el peso inútil de sus piernas arrastrándolo. Sus pulmones cedieron a la presión y hubiera gritado de dolor si hubiese podido cuando media bahía forzó su paso para llenarle hasta el último alvéolo. Iba a morir allí. Nadie vendría. Se arrepentía de tantas, tantas cosas, y en medio de la desesperación quiso buscar al dios de su familia para pedir perdón; no auxilio siquiera, sólo alguien que escuchase sus últimos pensamientos. Pero su corazón estaba vacío de fe y todo su mundo se había convertido en las aguas heladas del Atlántico devorándolo hasta la última célula, rodeándole, lacerándolo por dentro y por fuera con su hielo amargo. Se revolvió, intentó una última brazada hacia arriba suplicando auxilio.
Despertó tosiendo y boqueando, bañado en lágrimas y con la nariz enterrada en la almohada dificultando su respiración. El instinto de escapar le llegó como una patada de cuerpo completo, empujó todo con los brazos y piernas que por fin vivían; y el suelo lo recibió con un dolor sordo, pero bienvenido en su solidez.
Hal sollozó sin poder evitarlo, respirando a bocaradas. El piso de la habitación estaba frío y le ayudó a volver a la realidad. Tenía que concentrarse en recordar que se había tratado de un sueño. Haberse estado asfixiando con su propia almohada, que estupidez más grande...
Su mirada emborronada de miopía dio un repaso rápido a su habitación, esforzándose entre sus ojos débiles y la oscuridad de la madrugada. Tardó unos momentos en juntar ánimos suficientes para incorporarse.
- Emmerich - lo llamó Ocelot desde la cama, mirándolo con una expresión frustrantemente ilegible en la penumbra.
- Lo siento - logró articular Hal con una voz enronquecida que le sonó ajena, negando con la cabeza. Avergonzado de sus viejos miedos, de su reacción.- Te desperté...
- Me empujaste.
- Lo siento - repitió, y empujó el puente de los anteojos que no tenía puestos. Se revolvió el pelo de la coronilla con una mano. - De verdad no quería despertarte.
Hal suspiró y se encaramó a la cama despacio. Estaba tan tenso que cada movimiento le daba un tirón calambriento en los músculos. Se recostó con un siseo de dolor. Secretamente deseaba poder abrazarse a Ocelot, pensando al mismo tiempo con amargura que tal vez debiera moverse a la silla. Echarlo antes de que el otro se diera cuenta del nivel de nudos gordianos que atascaba su madeja mental.
La misma madeja que le había impedido entregarse al joven la noche anterior, pese a que dejarse devorar por este era lo que más había querido en muchísimos años de una vida solitaria. Y ahora estas pesadillas, el temor a la muerte por agua y la imagen inevitable de su padre cada vez que se miraba al espejo... Había pedido a Ocelot que se limitaran a dormir aquella noche, y el otro había accedido, mas sin ocultar lo mucho que aquello le había ofendido.
( "- ¿Por qué?"
"- No soy lo suficientemente bueno para tí."
"- Emmerich, con esa mentalidad tuya, por supuesto que no lo eres.")
Pese a todo, el joven militar se había quedado a pasar la noche, y Hal había pasado largo rato preguntándose qué significaba eso siquiera antes de lograr dormirse.
De vuelta al presente, no pudo evitar sentirse sorprendido cuando Ocelot se acomodó una vez más y cogió las mantas para tapar a ambos. Pero estaba todavía con el corazón demasiado desbocado por la pesadilla para cuestionarlo. Agradeció poder sentir algo de calor de nuevo.
- Duérmete, Emmerich - dijo Ocelot, firme. Hal suspiró.
- No creo que pueda luego de... pero no, espera, tengo algo en el cajón para ayudar con eso - se frotó los ojos nuevamente, intentando calmar su respiración, intentando no prestar atención a cómo su corazón se había mudado a algún punto justo entre sus sienes.
Ocelot se inclinó a buscar y resopló al extraer un frasco semi-lleno de cápsulas rojas.
- Barbitúricos, Emmerich. Eres una caja de sorpresas.
- Insomnio y Síndrome de Respuesta al Estrés - Hal estiró una mano para recibir el frasco, extrajo una pastilla y la partió por la mitad. Esbozó una mueca de asco al tragar. - Me los recetaron hace un par de años, no me gusta tomarlos a menos que pase algo como... esto.
- Así de malo estuvo, huh.
Hal no dijo nada, volvió a acurrucarse bajo las mantas. Contando sus inhalaciones, esperó a que, despacio, la medicación se lo llevara de vuelta a dormir sin sueños, sin recuerdos.
- ¿Vas a dejarme sólo en tu habitación mientras estás sedado? - escuchó decir a Ocelot. Hal lo miró sólo a medias, lo justo para fijarse en la expresión incrédula, de cejas alzadas, de su huésped. Ocelot le sonreía de medio lado. - ¿No te da miedo que me lleve la mitad de tus pertenencias mientras estás inconsciente?
- Ocelot, estamos durmiendo en la misma cama. No se puede confiar más que eso - respondió Hal, somnoliento de nuevo. - Siéntete libre de usar la habitación como te plazca.
Exhaló, y cerró los ojos. Perdió por completo la noción del tiempo, hundido en la negrura del sedante.
No tenía idea cuánto tiempo había pasado cuando despertó de nuevo, pero debían haber sido al menos un par de horas. La habitación se veía gris de amanecida, y gris se veía la piel de Ocelot semidesnudo, sentado en la cama con expresión pensativa.
- Van a ser las seis - dijo Ocelot al ver que Hal abría los ojos, y como si eso fuese una consigna final, se estiró y apartó las mantas de su lado, poniéndose de pie.
Demasiado atontado para estar pensando en cosas profundas, Hal se quedó mirando el hermoso entramado de los músculos de Ocelot en la tenue luz. Mejor concentrarse en eso que en sus sueños, o en la oportunidad que había perdido la noche anterior. Concentrarse en la suave piel del joven, interrumpida en su delicadeza por las ocasionales cicatrices que su línea de trabajo le habían grabado sobre ese cuerpo. Todo él hablaba con claridad de una vida activa en el ejército. Su fisicalidad era innegable. Y Hal, Hal quería cubrir esa espalda de besos. Quería a Ocelot sobre él una vez más, como la noche anterior, y cruzarle esa espalda de arañazos, sumido en el placer.
Todo eso era mejor que sus sueños. Y todo eso, lo había tirado por la ventana. Por ser un idiota traumatizado, acostumbrado a la soledad, que simplemente no pudo creer su buena suerte y... relajarse.
Pero no tuvo ocasión de mirar demasiado tiempo. Ocelot comenzó a vestirse pronto, y Hal se dejó tragar nuevamente por la cama, inhalando profundo y deseando haber tenido las agallas la noche anterior para haber abrazado a Ocelot con las piernas, haberle permitido que le quitara el pijama.
- Emmerich. Sigue durmiendo - Ocelot lo vio semidespierto, terminó de ponerse el uniforme.
Con la mente a la deriva, algodonosa, Hal cerró los ojos una vez más y no pasaron cinco minutos antes de que el sueño lo reclamara una vez más.
Cuando volvió a abrir los ojos, la luz solar luchaba por entrar a través de la cortina cerrada, y el único ocupante de la habitación volvía a ser él.
Sintiendo la boca seca y la cabeza pesada, Hal se incorporó y cada una de las vértebras de su espalda le respondió con un crujido que resultaba ominoso en el slencio del cuarto. Buscó por instinto el despertador en su mesita de noche, y le tomó un par de segundos recordar que él mismo lo había escondido en algún momento de sus semanas de exilio auto-impuesto, enervado por el tic-tac incesante del segundero.
Murmuró un gruñido frustrado. Por supuesto que estaba sólo. Cómo podría haberse atrevido a desear siquiera que Ocelot se quedase después de la escena de la noche anterior, y sobre todo después de la de esa madrugada. Era un completo imbécil, pero uno con una infatuación más espesa que la bahía neoyorkina de la que llevaba veintitrés años huyendo.
Se frotó las sienes y buscó sus lentes. Necesitaba ver cuanto había dormido. Se levantó.
Encontró el despertador en el fondo de su canasto de ropa sucia, con el tic-tac entumbado bajo kilos de colada pendiente. Mediodía, fantástico. Buscar a Ocelot por París era ya oficialmente imposible, y no creía que fuese a tener un golpe de suerte tan grande como el que le había hecho encontrarlo en pleno Conservatoire.
No pensaba que fuera a volver. Y por lo mismo, casi se le salió el corazón del pecho al ver los dos guantes de cuero rojo cruzados sobre el escritorio, en perfecto ángulo de cuarentaycinco grados. Antes de poder detenerse a sí mismo, los tomó en sus manos, los llevó a su nariz. El cuero olía cálido, olía a él. Y casi era para echarse a llorar por lo ridículo que resultaba todo, pero se sintió tan malditamente reconfortado por ello.
Era absurdo. Pero esos guantes eran suficientes para hacerle creer que tal vez, sólo tal vez, Ocelot no lo había abandonado realmente.
Se vistió y bajó a buscar desayuno en la cocina de la pensión. Esperaría el regreso de Ocelot el tiempo que fuese. Los guantes no eran una nota escrita, pero para Hal era una señal suficiente de que debía creer en su regreso.
La radio de la cocina le informaba además que en el mundo exterior, París se convertía cada vez más en un campo de batalla con epicentro en la Sorbonne. Privado de hacer clases... bien. No era como si tuviera mucho más que hacer, aparte de jugar a Penélope. Sólo esperaba que a Ocelot no le sucediese nada.
Tener fe en lo que fuese no era tarea fácil para un científico apóstata. Pero sólo por esta vez, iba a poner todo su esfuerzo en lograr sentirse esperanzado.
Su corazón traidor insistía en repetirle que lo valía.