Fic: Lenta Scarica di Zuccheri (AU Verdemare, 2013) Título: Lenta Scarica di Zuccheri AU: Verdemare Año: 2013
Limitándose a una mera cuestión de genética, lo cierto es que a Hal Emmerich no le hubiese correspondido realmente estar en su actual estado físico.
En un acto que no podía ser sino masoquismo, se llevó el laptop a la cama y, piernas cruzadas, abrió su carpeta de fotografías.
Haber crecido acompañando y ayudando a Grandmére Sophie en la cocina la mitad del día había asegurado que no tuviese la constitución de palillo de su padre (y asumía, de su madre), pero incluso con eso, antes de haber empezado en la escuela de gastronomía había sido todavía bastante delgado. En su peso, al menos. El Hal de la primera fotografía el día de su ingreso lo saludaba con diez años menos y casi treinta kilos más flaco, su uniforme blanco yéndole incluso un poco grande en aquellos primeros tiempos.
Hal suspiró, recordando. Si, el de la foto casi parecía tratarse de otra persona. Rememoró aquellos días. No se había dado cuenta realmente en qué momento había empezado a ganar peso, pero sí que cuando empezó a hacerse notorio su padre no lo dejó en paz nunca más. Criticando su carrera, principalmente, como punto de apoyo a los ataques a sus hábitos alimenticios. Hal no había podido evitarlo. En la academia se pasaba efectivamente la jornada completa en la cocina y luego tenía que comerse cada plato que salía de sus manos. Lo que no le disgustaba en lo absoluto, disfrutaba demasiado preparándolos. Y disfrutaba demasiado comiéndolos. Sentía verdadera pasión por la cocina, sentía orgullo cuando aprendía y podía crear algo nuevo, y para él comer era un auténtico placer al que pocas cosas superaban.
Hubiera, claro, preferido que esto no hubiese tenido un efecto en su cuerpo. Pero le parecía un intercambio justo. Y en algún momento se había convencido a sí mismo que de todas maneras nunca había sido una persona atractiva, y uno o dos kilos de más no iban a cambiar su inhabilidad de conseguir una cita. Sobre todo considerando su orientación sexual. Peor que un poquitito de panza era su timidez crónica, de todos modos.
No se había preocupado. Se había comprado ropa, y continuado usando su uniforme hasta que este también tuvo que cambiarlo por uno un par de tallas más grande, siempre por si acaso, siempre con la idea de que en algún momento iba a dejar de subir. Su padre continuó molestándolo, y Hal trató de adjudicar cada humillante regaño a una forma mal expresada de preocupación parental. Y continuó cocinando, porque amaba crear esas piezas de perfección sensorial que tanto placer podían entregar. Y comiendo, por la misma razón. ¿Y era su culpa acaso que le quedara tan bien? Lo suyo era un talento.
Antes de eso había pasado de “delgado” a “normal”, pero por ese entonces ya estaba cruzando la línea a “levemente llenito” y su uniforme había empezado a quedarle ajustado otra vez.
Cuando por fin se cambió de casa a un lugar propio lo celebró cocinando un pequeño banquete en solitario, un montón de pequeños platos gourmet, muestra de una selección de sus recetas favoritas. Comprobó pronto que en verdad había preparado mucho más de lo que normalmente comería una sola persona, el festín cubriendo la pequeña mesa de la cocina americana sin dejar espacios, pero aspiró los aromas y luego de una mirada decidió que le daba lo mismo. Mitad alivio por estar por fin solo, mitad revancha porque por primera vez nadie podría decirle nada por ello, avanzó devorando plato por plato, saboreando y disfrutando de cada bocado con goce dionisíaco, dejándose llevar con abandono hasta que con estupefacción se dio cuenta que no quedaba comida en la mesa y, jadeante, fue por fin consciente de que casi no podía moverse. Con dificultad se semi-arrastró a echarse en la cama recién armada. Murmuró entre dientes que “nunca más”, se recostó de espaldas a masajear su vientre tan demasiado lleno que respirar le costaba; hasta que dejó de dolerle y la sensación dio lentamente paso a un placentero hormigueo generalizado, y un sentimiento de satisfacción que no había tenido muchas oportunidades de experimentar antes. Todavía podía sentir los sabores en la lengua cuando se quedó dormido.
Procuró mantenerse siempre en el lado saludable de las cosas. Pero mientras más aprendía de cocina, más genuinamente iba gustándole comer: comer mucho y comer bien. Le gustaba el placer sensual de comer cosas deliciosas que demandaban todo de sus sentidos, ojalá hasta quedar con la sensación de haber rebasado el límite de la simple saciedad, con los pantalones apretados. Le gustaba recuperar esa sensación satisfactoria y hormigueante cada vez que podía, si podía varias veces al día. Por lo que, si, se vio a sí mismo repitiendo sus pequeños banquetes privados, todavía esporádicos, pero con cierta frecuencia que fue en aumento. Y seguro, a medida que el Hal del presente miraba las fotografías en su laptop desde la más antigua y avanzando hacia las más actuales, podía sin ninguna dificultad hacer una cronología de cómo se había ido rellenando con los años y con pleno conocimiento del por qué. Cada foto iba mostrándole cómo esa pequeña pancita por la que su padre tanto lo había molestado al inicio, había ido asegurándose en su sitio y creciendo en espacio y tamaño sin dejar de ser tan suave como al principio, pero indudablemente redondeada en la actualidad, reposando cálida sobre su regazo. Podía ver con claridad a través del tiempo cómo su pecho había perdido definición, la carne volviéndose tierna bajo su blanca piel; y cómo sus muslos se habían vuelto más gruesos, comenzando a tocarse, luego a rozarse entre sí cada vez que caminaba. Tenía pruebas visuales de cómo su cintura había ido desapareciendo prácticamente al mismo ritmo en que sus caderas se habían ensanchado y ablandado, recordando con claridad las razones. En retrospectiva, podía decir que la había pasado muy bien. Que había comido como se le había dado la gana, que había engordado, y que las consecuencias habían hecho lo opuesto de molestarle. Que incluso, sólo había comenzado a disfrutar de verdad el tacto de su cuerpo a partir de aquellos días en que realmente había empezado a ganar y rellenarse, él que había sido tan delgado que Grandmére Sophie siempre había insistido en la importancia del reposo y el postre. Tocarse a sí mismo en largas horas exploratorias nunca antes había sido tan agradable. Eso era algo que afirmaba con certeza. Mas por supuesto, no había estado exento de altibajos.
Recordó entonces la cantidad de veces que debió volver a comprarse el uniforme y la ropa a lo largo de la carrera. Siendo un despistado eterno no se daba cuenta de que todo le quedaba cada vez más y más ajustado hasta que de plano un día dejaba de entrarle y tenía que claudicar, lleno de recriminaciones hacia sí mismo. Claro, el proceso de engordar había sido lento, pero inexorable. Por supuesto que se había sentido pésimo las primeras veces en que la camisa no le cerró, y le siguió pasando por bastante tiempo. Incluso ahora le pasaba, de vez en cuando. Pero siendo sinceros, tampoco hubiera querido hacer las cosas de otra forma. En algún momento había logrado asumir que no iba a bajar de peso, no con esa carrera a la que amaba y a la que definitivamente no iba a abandonar, y que de todas formas comer de la forma en que lo hacía le daba demasiadas alegrías para dejar de hacerlo. El placer de crear maravillas en la cocina, primero para otros y luego para sí, y gozar él mismo de sus creaciones, era demasiado superior. Incluso a su propia tendencia natural a culparse por todo.
Así que se cuidaba lo mejor que podía. Estaba completamente sano, jamás comía chatarra (con la sagrada excepción de los postres), hacía ejercicio tres veces por semana, y… y en fin, no había nada que hacerle si las decisiones que él mismo había tomado a lo largo de diez años lo habían llevado a ser rellenito ahora a sus veintisiete, porque bien que lo había disfrutado. Sólo… si, indudablemente bien rellenito, quizá más que sólo rellenito a secas. Pero le faltaba bastante para estar obeso y no llegaría a estarlo, pues hacía rato había logrado estabilizarse y dejado de subir. Tal vez no le gustara cómo se veía la mayoría del tiempo, pero sí cómo se sentía; y en sus días buenos incluso lograba pensar que todos esos kilos de más que tanto le gustaba tocar con las manos los llevaba bien distribuidos y con cierta gracia. Eran kilos que de todas formas eran producto de la pasión y estaban bien ganados. Mientras estuviera contento, todo estaría bien, y su visible sobrepeso debía por fuerza darle lo mismo.
Si algo, luego de haber dejado su primer trabajo como chef asistente en aquella trattoria neoyorkina y comenzado a mochilear por Italia, estaba más saludable que nunca. Contento más allá de sus expectativas más salvajes. Y aún pese a todo lo que se había movido físicamente, caminando, corriendo y hasta escalando; había subido más de tres kilos recopilando y probando recetas de familia y experimentando con cada plato local que descubría en cada pueblito que pillaba dispuesto a recibirlo. Y no se arrepentía de un solo gramo.
Pero entonces, había aparecido Adamska y su frágil autoestima se había ido al carajo.
Tenía perfectamente claro que se trataba de un adolescente, pero era un adolescente hermoso y brillante, con ideas claras y un fuego en los ojos que le había atraído desde el primer instante. Bromeando, lo había apodado Gatto; y Gatto tenía una voluntad excepcional, una risa que hacía que Hal sintiera las rodillas débiles, y no ayudaba en lo absoluto que tuviera propensión a pasearse en ropa interior por el segundo piso en las horas posteriores a la cena, antes de irse a dormir.
Para no mencionar que había una serie de cosas en todo el asunto que revivía fuertemente el antiguo sentido de la culpa en Hal, cosas viejas y nuevas.
Cosas viejas: Pensar en su propio estado físico, tener la sensación de que incluso en la escasa posibilidad de que a Adamska le atrayeran los hombres, definitivamente no le gustaría uno como él. Demasiado suave. Pasado de peso de una forma imposible de disimular. Donde quiera que pusiera las manos, al tocarse, estaba demasiado blando, la carne cedía bajo sus dedos; y había empezado a rehuir los espejos otra vez como hace años que no hacía hasta cuando se desnudaba para la ducha. Sabía que era lo opuesto a cualquier ideal de belleza stándard. Incluso si por algún milagro, combinación de ejercicio intenso y la más estricta dieta, lograse bajar siquiera la mitad de todo lo que le sobraba… no, Adamska no iba a mirarlo de esa forma. Procuraba entonces recordar en la medida de lo posible que encima le sacaba diez años al muchacho, y que probablemente a Adamska tampoco se le olvidaba nunca. Tan sencillo como, no iba a pasar.
Cosas nuevas: Amaba cocinar para Adamska. No sólo para el restorán, aunque en el restorán ponía todo su empeño. Pero amaba pasarse el tiempo que fuera necesario cocinando para él: desayuno, almuerzo, merienda y cena; y preparar para Adamska los platos más complejos, llenar la casa de aromas, presentar los resultados. Ver la aprobación en los ojos de Adamska cada vez, su sonrisa, y aquel invariable pequeño gemido de placer que se le escapaba al dar la primera probada, el tono juguetón cuando comentaba “Emmerich, te superas todos los días”. Era algo que nunca fallaba en hacerle sentir un cosquilleo cálido en el vientre, y acelerar su corazón.
Así era como la vergüenza que había vuelto a sentir por su cuerpo pasaba a segundo plano y se esforzaba el triple. Y para mimarlo cocinaba con amor, maestría y en abundancia. Tal vez con demasiada abundancia, pero Gatto no sólo no se quejaba, sino que lo acompañaba comiendo con entusiasmo y deleite a su mismo ritmo, hasta que se descubrían riendo ante platos vacíos; y echaban el lavado a suertes.
El caso era, Hal no podía evitar fijarse, porque Adamska tenía esa propensión a pasearse en ropa interior por la casa por las noches, e intentar apartar la vista de alguien a quien deseaba tanto era inútil: el vientre de Adamska no estaba ya tan plano como cuando lo había conocido. Los bóxers de diseñador que el adolescente gustaba de usar cubrían un trasero que lenta, ligeramente, se había ido redondeando y que exigía más de la tela que al comienzo. Había en ese joven cuerpo una delicada suavidad que no estaba ahí hacía un mes, y que era enteramente culpa de Hal.
En verdad no tenía la más mínima idea de qué diablos estaba haciendo, o qué debiera hacer. Porque por un lado nada más lejos de su intención que Gatto engordara por su culpa y la pasara mal. Sus intenciones al cocinar para él eran todo lo inocentes que podía. Pero le gustaban más de lo normal los cambios que estaba empezando a notar en él, y que sabía que irían en aumento si continuaba mimándolo así. El muchacho se veía bien, se veía mejor que antes con un poquito más de carne en los huesos. Y en medio de la puntada de excitación, pensar eso era algo que le hacía sentir pésimo.
Claro, era una consecuencia natural de lo mucho que amaba verlo disfrutar tanto al comer su comida, lo mucho que amaba darle al menos esa clase de placer, escuchar ese pequeño gemido de gusto que antecedía a que se devorara lo que fuera que Hal se hubiese esforzado tanto en cocinar. Escuchar sus felicitaciones y a veces cómo incluso pedía un segundo plato antes de que Hal se levantase a servir el postre. Los cambios físicos eran una prueba visible de lo bien que Hal podía hacerlo sentir haciendo lo que mejor sabía. Si a Adamska le gustaban tanto sus creaciones, ¿cómo no sentirse orgulloso de ellas? ¿O de lo que estaban causando?
Y, no podía negarlo. Realmente le encantaba poder ofrecerle un masaje a Adamska cuando ambos perdían todo sentido de la medida y comían más de la cuenta, a sabiendas de lo bien que se sentían unas manos conocedoras acariciando un estómago demasiado satisfecho. Adamska, su Gatto. Y nunca actuaba en ello, ni siquiera cuando tenía al adolescente en su regazo mientras frotaba con los dedos en pequeños círculos su vientre lleno, buscando darle alivio; pero la idea de subirle la camisa y dejar al descubierto ese abdomen temporalmente curvado para llenarlo de besos y mordiscos no lo dejaba en paz y lo calentaba más de lo que debiera ser legal.
… Lo que lo llevaba de vuelta a. Ilegal. Como Adamska.
Hal suspiró, y presionó la tecla de “inicio”, regresando a la primera foto y contemplándola largamente.
Se vio a sí mismo joven y delgado, exultante en su primer día en la escuela de gastronomía. Con diecisiete años y casi treinta kilos menos, impecable en su traje blanco de chef. Probablemente ese Hal si hubiese tenido una chance con Adamska… si es que a Adamska de hecho sí le gustasen los hombres, por supuesto. ¿Él, en cambio? Imposible. Y además, debía ser profesional. Debía recordar que el otro era su jefe. Debía conservar un mínimo de ética, ya que la edad de Gatto no era suficiente para matar su atracción.
Mañana sería otro día. Mientras Adamska le permitiera estar a su lado… eso estaría bien con él. Incluso si tenía que dejar de mimarlo de la mejor forma que conocía por petición del propio Adamska, cuando este irremediablemente notara los efectos que los banquetes cotidianos estaban teniendo en su físico, y tuviera que empezar a cocinar cosas más ligeras. Dentro de todo, vivir en Verdemare, mantener ese restorán junto a Gatto, le hacía más feliz de lo que nunca había estado.
Tratando de concentrarse en eso, Hal apagó el laptop y se metió en la cama.