Cuándo tenía... oh, debe haber sido entre ocho y diez años, creo, Silas dijo que iba a tener que irse del cementerio por unas semanas. Cómo no podía dejarme sin alguien que me supervisara y ayudara a traer comida, le encargó mi bienestar a la señorita Lupescu. Y la odié terrible y desesperadamente cuándo la conocí.
Para un niño que ha crecido tan libremente como yo lo hice, sin un horario fijo y aprendiendo lo que quisiera cuándo quisiera, de repente tener horarios y clases de temas fijos fue lo peor que me pudo haber pasado. Y en lugar de la comida que Silas me daba que era, bueno. Galletas, pescado con patatas, cosas fáciles que se pudieran comprar, me llevaba comida nutritiva que ella misma preparaba. Pensé que la idea era, entonces, matarme de hambre o de aburrimiento.