Y la niña creció, hermosa y fuerte y orgullosa, sabia en su inexperiencia, y la mujer, observando el reflejo de la que había sido alguna vez, antes de que su propia necedad la condenara, deseó felicidad para su hija.
'Cruza el puente que lleva a las tierras verdes, y regodeate en el viento que ahí sopla, regodeate de su sombra y su frescor, pero no permanezcas, pues esa tierra no es tuya, y sus dulzuras caerán amargas a tu lengua, si te dejas estar. Pero ve y recorre los que fueran alguna vez mis campos, mis sendas, y si encuentras algo que puedas hacer tuyo a reclamar, traelo contigo'.
No la amaba, lo sabía, pero le deseó bien, y le deseó fortuna. Así que le entregó las riendas de su caballo y la vio partir, el corazón imperturbado, y una vez más en soledad, se entregó a recorrer los valles y su aridez, el oceano de arena y sus secretos. Y cuando su hija regresó, lo hizo con las manos manchadas, con los ojos duros, con el corcel y uno propio cargado de riquezas; y tras tres años de vida y de ausencia, al verla supo que su suerte había pesado en los hombros de ésta mujer.
Y en el desierto, con nadie más que ellas mismas, por la suerte de las que habrían de nacer, lloraron.
Porque la siguiente criatura fue también mujer, y su suerte sería la misma de su madre, y la suerte de la siguiente, y la siguiente. Su odio corría profundo, si bien ya no en ella misma, en las entrañas que expulsó de su cuerpo, y ésto, lo lamentaba.