Por todo un día, y por toda esa noche, y por todo el día siguiente, continuaste llorando. En los únicos momentos en los que no te escuchaba era cuando dormías -que era muy poco-, cuando comías -era era bastante- y cuando te llevaban a ver a mamá por las tardes.
A través de la pared, podía oirte por las noches. Ni tapones ni pastillas me evitaban tus lloriqueos. Estaba cansado y molesto y muy dispuesto a llevarte de vuelta al hospital y dejarte ahí.