El guerrero deseaba volver a su hogar, pero como por el momento eso no era posible, se convirtió en maestro del muchacho: le enseñó a usar la espada. Ambos pasaron mucho tiempo juntos, hasta parecían padre e hijo. O dos perritos. Porque el guerrero era muy gruñón pero era muy leal y se preocupaba mucho por su nueva familia. Como uno de esos grandes perros negros que asustan pero que en realidad son muy buenos compañeros. Y el muchacho era como un perrito adorable a quien quieres darle palmaditas en la cabeza.