June 1st, 2010

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1996 - La venganza

- ¡...Deja de gritar!
- ¡Ya cállate!
- ¡Dije que...!
- ¡AYUDA!
- ¡Me estas partiendo los tímpanos!
- ¡Cuando te salve la vida, creo que podrás dispensar tus tímpanos!
- ¿¡Salvarme?! ¿¡A mi?! - dijo la primera voz - ¡No puedes salvarte ni de ti misma...!

Se frotó las sienes con impaciencia, mientras las observaba en silencio, sentado a unos metros, oculto por las sombras. De todas sus ideas malas, sin duda esta tenía que ser la peor. ¿Qué, en todo este enorme mundo, lo había hecho pensar que reunir a estas dos iba a hacerlo sentir mejor?
Demente tenía que estar. Culpen a Azkaban, no a condiciónes preexistentes.

- ...¡Y apestas a colonia barata!
- ¡Ni siquiera uso colonia!
- ¡Ese es el punto!

Dieciseis años. Había pasado dieciseis años encerrado en una celda. Siempre había pensado de que su vida sería mejor de esa manera, dedicandose a dormir y comer en períodos regulares de tiempo, sin nada de obligaciones. Sin nadie que lo jodiera. Y sin embargo, se dio cuenta luego de los primeros meses que se había equivocado: Cuando los dementores finalmente habían vaciado su alma con los pocos recuerdos bellos de su vida (Cosas como los planes adolescentes con Barty, sus encuentros con Kitty) lo único que le quedaba...

- ¡Y ese estúpido acento! ¡Vives en Inglaterra desde hace más de veinte años! ¿Podrías, por favor, perder ese estúpido acento?
- Lo perderé el día que tu pierdas el palo que tienes metido en el trasero, Rebitchie.

Era eso.
Los gritos desesperados de las dos mujeres más insoportables de todo el planeta, reunidos en una habitación oscura. Eso había sido su estadía en Azkaban. Cuando toda la felicidad se termina, lo único que te quedan son los malos recuerdos.
Y vaya, ellas sí que clasificaban como pésimos recuerdos.

- ¡¿Cómo me llamaste?! - preguntó Rebecca Livenworth, sacando sus demonios a relucir - ¡¿Cómo te atreves, estropajo de... mujer?!
- ¡Auch! ¡No me patees! - le gritó Queenie McRiller, en su fuerte acento americano, agudo y acelerado
- ¡Estoy-tratando-de-soltarme! - dijo la primera, enfurecida. - ¡No pasaré ni un segundo más colgada de esta soga contigo!
- ¡No vas a soltarte rompiéndome las piernas, grandísima idiota!
- No. Pero cuando finalmente me suelten y yo sí pueda huir, voy a sentirme muy bien conmigo misma.
- ¡AYUDA! - gritó Queenie, de vuelta, conteniendo su temperamento. - ¡Está tratando de matarme! ¡Rebecca Livenworth me secuestró!
- ¡Deja-de-gritar! ¡Y yo no te secuestré!
- No puedes engañarme. - retrucó Queenie, en sus máximas capacidades intelectuales. - Sé que eres la autora de esto. Siempre me odiaste.

Rabastan sumergió su rostro entre sus manos, sorprendido de sí mismo. ¿Por qué había pensado de que esto de colgarlas del techo de un almacen abandonado (mientras pensaba en un mejor plan, como meterlas en una picadora de carne) iba a hacerlo sentir mejor?
Ahí, en ese oscuro espacio, se repetía su tortura de dieciseis años. Las voces insoportables y gritonas de las mujeres de las que había huido (en un giro del destino poco afortunado) al llegar a Azkaban.

- ¡Estoy colgada de esta cosa contigo, grandísima idiota! - le respondió Rebecca, al borde de un ataque de nervios. - ¿Por qué en el mundo querría estar aquí contigo?
- Seguramente necesitas dinero.
- ¡Tengo dinero!
- ¿¡Entonces por qué me secuestraste, psicópata!?
- ¡No te secuestré, McRiller! ¡Mis nervios no soportan ni siquiera verte!

Ya eran dos en ese punto, pensó Rabastan. Al fin algo en común con su prometida.

- ¡Esto no tiene sentido! ¡Si tu no me secuestraste, entonces no hay respuesta lógica al asunto!
- No sabes ni siquiera lo que la palabra lógica significa, McRiller. - Y pateó de nuevo, tratándo de zafarse estúpidamente de las sogas.

Muy bien. Éste era el momento. Aquí es donde Rabastan tenía una epifanía brillante sobre como asesinarlas de una vez, en castigo por tantos años de sufrimiento. Era tarde para buscar una picadora de carne, por que recién se le había ocurrido. No tenía margen para encontrar una que no estuviese en uso. No había posibilidades de que alguien no notara la falta de estas dos mujeres por mucho tiempo. Demasiado escándalo.
Tenía que pensar un plan.

- ...¿Por qué diablos iba a querer secuestrarte, idiota?
- Okay, okay. Capté. No me secuestraste.
- Y descuento que tu nos hayas secuestrado. A pesar de que eres totalmente capaz de enroscarte en tus propias sogas, es imposible que pienses un plan.
- ¡¿Por qué?!
- ¡POR QUE NO PIENSAS!
- Oh, claro. Cierto.

Un segundo. Dos segundos.

- ¡HEY! - dijo Queenie ofendida, cayendo en cuenta.

Oh, Merlín. No podía pensar con todo ese ruido.

- Como sea.
- Eres una...
- ¿Quien querría secuestrarnos? - se preguntó en voz alta Rebecca.

Piensa, Rabastan. Piensa.
Tortura. Muerte. El ridículo acento de McRiller erradicado para siempre. Por Merlín, nada lo haría más feliz que eso. Lo suyo era prácticamente una obrea humanitaria. La ONU debería estar agradecida de sus esfuerzos por la preservación de la cordura.

- ...En Texas, ya te hubiesen colgado de tu estirado cuellecito del mástil de... ¡AUCH! ¡DEJA DE PATEARME!
- ¡Quiero salir de aquí! ¡No quiero pasar un segundo más colgada junto cont...!

Oh, Merlín. ¿Por que no se podían callar? No podía oír sus propios pensamientos con tanto ruido.

- ...Te juro que...
- Eres una maldita...
- ¡CALLENSE! - gritó rabastan, al fin, acercándose a la luz. - ¿Por qué mierda no pueden callarse? ¡Estoy tratando de pensar!

Silencio. Ambas lo miraron.
La mandíbula de Rebecca bien podría haber caído al piso. Queenie lo miraba extrañada.

- ¿Quién es? - preguntó en un murmullo a Rebecca.

Rabastan se llevó una mano a la cara. Estúpida texana.

- ¡RABASTAN!
- ¿.....Quién?
- ¡RABASTAN! ¡RABASTAN LESTRANGE!

Queenie giró su cabeza y lo miró, entrecerrando los ojos.

- Oh. Por. Texas. ¡ESTA VIEJISIMO! ¿Qué diablos le pasó? - Un segundo, dos segundos. - OHHHH. Azkaban.

Pestañeó, sonriendo, mientras asentía, comprendiendo. Bueno, al menos en parte.

- ¡OH POR TEXAS! - gritó, emocionada. - ¡Stan! ¡Bájanos de aquí! ¡Alguien nos secuestró!

Silencio.

- ¡ÉL NOS SECUESTRO, IDIOTA! - gritó rebecca, mirando al techo.

Queenie rió, incrédula.

- NAH. - dijo Queenie, relajada, olvidando momentaneamente que estaba colgada del techo.
- ¡Sí! - Comentó Rebecca.
- ¡Que no!
- ¡Que sí!
- ¡DIJE QUE NO, REBITCHIE!
- ¡Sí, LO HIZO, TARADA!
- ¡DILE QUE NO LO HICISTE STAN! - Y pateó a Rebecca.
- ¡Auch! - dijo ella - Sí lo hizo. - Y pateó a Queenie de vuelta.
- ¡CALLENSE! ¡POR MERLÏN! ¡¿Qué diablos...?! - gritó Stan empezando a caminar de un lado al otro, como una fiera enjaulada. Sacó la varita de su túnica.

Jah. Sï. Las iba a matar con un avada Kedabra. No quedaba otra opción. Hablaban demasiado y no podía concentrarse en otra cosa.

- ¡AJA! ¿VES, Rebitchie? Stan salió de Azkaban para salvarme de tu secuestro. - dijo Queenie, confiada, al ver la varita.

Oh, mierda. Mataría a la Texana primero.
Listo, una desición menos.

- ¡QUIERE MATARNOS, IDIOTA!
- No es cierto.
- Sí es cierto.
- ¡Que no!
- ¡Que sí!
- ¡Dije que... Tú dile Stan! ¡Por qué seguimos colgadas y tu tienes esa cara de idiota! ¡Dile que viniste a salvarnos!

sí, definitivamente, la Texana primero.

- ¡¿PUEDES SIMPLEMENTE HACERLO, Lestrange?! NO LA SOPORTO MÁS. - dijo Rebecca mirando a Rabastan, como tratando de apurar el trámite. Por merlín, que Queenie cerrara la boca de una maldita vez. - Y no olvides que si me tratas de asesinar a mi, mis hermanos irán atrás tuyo.

Miró a Rebecca alzando las cejas. ¿Por qué le daba órdenes? ¿Por qué no podía calarse y temer? ¡Ella era la que colgaba de una soga! ¡El era el maniático con varita! ¡POR MERLIN! Siempre diciendo que hacer, siempre amenazando, siempre desubicada. ¿No era capaz de ser sumisa al menos una vez en su vida?
Agh. La odiaba.

- ¡Tu callate! - le dijo, a Rebecca, sin dejar de apuntar a Queenie.
- ¡AJA! ¿Lo ves? Stan es bueno. Yo siempre lo supe. Totalmente lo supe. - dijo Queenie, triunfante. - Es gracias a mi. Yo le salvé el alma, Rebitchie.
- ¡CALLATE, MCRILLER! - gritó Stan
- ¿Salvarle el alma? ¿cuándo le salvaste el alma? - preguntó, rodando los ojos.
- Oh, después de que él y yo... - Y Queenie se quedó muda. Oh, Mierda. Ella y su gran bocota.
- ¿El y tú qué? - preguntó, tratando de girar para mirarla.
- Nada, nada.
- ¡OH DIOS MIO! ¡Te acostaste con McRiller!
- Tecnicamente no fue acostados...
- ¡CALLATE! ¿¡TE ACOSTASTE CON MCRILLER?! ¡VOY A MATARTE! - Y pateó a Queenie, mirando a Stan.
- ¡AUCH!
- ¡YO TENGO LA VARITA! ¡Yo voy a matarte! - gritó Stan, apuntando a Rebecca por alguna razón extraña. Todavía (y más que nunca) quería matar a Queenie primero. Maldita bocona.
- ¡AJA! ¡Te dije que iba a matarnos!
- ¡Está-bromeando!
- ¡No lo está!
- ¡Sí que...! ¡STAN! ¡DILE!

Y la discusión no cesó.
Stan se quedó en el lugar, mientras que la pelirroja y la morena seguían a los gritos una contra la otra. Esto no era el plan. El plan es que rogaran por sus vidas. El plan era que gritaran de pavor. El plan era, en definitiva, tomar venganza de una tortura de dieciseis años.
¿Y qué conseguía? Que lo siguiesen torturando.
Oh, Merlín. Como las odiaba. Profunda, viceralmente. Sin remedio. Pero no podía matarlas de esta manera. No si no le prestaban atención. No si tenía que escuchar sus amenazas. O sus declaraciones acerca del alma que dudaba tener, sin que los dementores se la sacaran antes.
Guardó la varita y dio media vuelta, sin que ninguna de las dos dejara de gritar o prestaran ni la más mínima atención a su partida. Recién cuando estaba abriendo la puerta del almacén escuchó que la discusión empezó a cesar.

- ¡Y tu eres una...! - Silencio. - Oye, Rebitchie. ¿Adonde fue Stan?

Cerró la puerta sin trabarla.
Ojalá muriesen de hambre, gritandose la una a la otra. Aturdidas con sus propias voces. Como él.

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NdA:
Había empezado esto para el último desafío, pero nunca me gasté en terminarlo. Espero que se rían leyéndolo tanto como yo escribiéndolo.

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