A indecentemente tempranas horas de la mañana, Arturia Draeke se sienta en la entrada de una casa que no es suya. Lleva ahí un buen rato, en silencio, sin decidirse a tocar; esperando, tal vez, que el sol asome. Tuve un sueño.
Cuando finalmente se levanta, pasa un rato más corto parada frente a la puerta antes de levantar una pesada bolsa de papel que había dejado a un lado antes, y tocar una, dos, tres veces. Podría haber llamado antes. Debería haber llamado.